(El siguiente es un fragmento de la próxima novela, a publicarse el 2010).
En 1985, Emilio Ovalle tiene diecisiete años, el pelo castaño aclarado por los frecuentes viajes a la playa y el aspecto de alguien que no ha dormido en tres meses o que se ha pasado la vida durmiendo. Fuma mucho y habla poco, y a pesar de las ojeras y algunas espinillas en la frente, a pesar de la camisa verde manchada con pequeñas gotas de vino tinto y una pequeña cicatriz en la barbilla, el tipo inspira cierta confianza. Hay algo aterradoramente vulnerable en su actitud.
Nos sentamos los tres a mirar la televisión. Nadie habla. Susana me mira de reojo. Sé lo que pretende. Quiere que me vaya a acostar para que Emilio Ovalle le toque las tetas. Pero esta noche ya no tengo sueño y ni ella ni Emilio Ovalle van a salirse con la suya.
- ¿Por qué no le muestras tus cuadernos?
Susana sabe cómo provocarme. Cada vez que no obedezco alguna de sus órdenes recurre a lo mismo: los cuadernos.
Emilio me mira y sonríe.
- ¿Qué cuadernos?
- Son como sus diarios de vida.
Me enfurezco. Emilio Ovalle tiene siete meses más que yo, pero ya le sale barba y pelos en las axilas y sabe conducir y acariciar las tetas monstruosas de mi hermana. A su lado parezco un púber.
-No es un diario de vida- sentencio -es una colección.
-¿Qué coleccionas?- Emilio me observa, interesado.
-Afiches- explico- Recorto los afiches de películas que salen en el diario y los pego en este cuaderno.
Tenía 8 años cuando vi Encuentros cercanos del tercer tipo. Fuimos con mi mamá y mi hermana al cine Ducal, en el centro. A Susana y a mí nos encantó. Mi mamá se quedó dormida. Cuando volvimos a la casa, tarde en la noche, mi madre sacó unas salchichas del refrigerador. Estaban envueltas en papel de diario, compradas en el almacén de doña Yulisa. El envoltorio quedó sobre la mesa de la cocina. Observé el pedazo del diario y entonces vi el afiche de Encuentros cercanos.... Esa noche no comí salchichas y decidí que iniciaría mi colección, el tesoro máximo de mi adolescencia, la primera demostración de que Baltazar Durán podía ser un enclenque y un lampiño, pero que estaba diseñado para grandes logros en la vida, para pugnas, ambiciones y proyectos gigantescos.
Desde esa ocasión, todos los días pasaba por el almacén de doña Yulisa a buscar diarios antiguos para recortar. En mi casa sólo nos llega el diario los domingo.
Emilio toma mi cuaderno y lo abre. No disimula en lo más mínimo su interés.
-Ese es el último que tengo- informo- son veintidós.
Le muestro la caja donde guardo los otros cuadernos. Advierto que hay una brecha de dos meses en dos años distintos producto de un fatídico viaje a la playa donde no pude conseguir diarios. Me fijo que revisa con especial atención los afiches de Los cuerpos presentan violencia carnal (también conocida como Torso) y Toda desnudez será castigada, películas italianas que no he visto porque la censura maldita de este país de mierda las han calificado como Estrictamente Para Mayores de 21 Años y No Recomendable Para Señoritas.
-Está mala la tele- reclama Susana, mirando con asco un programa de entrevistas donde hay un mago, una vedette, un humorista y una actriz de telenovelas mal peinada. Todos hablan al mismo tiempo.
-Cámbiala al 13, dan “Cine de Ultima Función”.
Obedezco al invitado. Muevo la perilla de plástico del selector de canales. En el canal 7 dan una película de acción con George Peppard, el de Los Magníficos. No me gustan las películas de acción. Cambio de nuevo. En el canal 13, un cura con aspecto de morir en los próximos dos minutos está dando las palabras al cierre, que siempre me dan pena y un poco de terror.
-Ya pasó “Cine de Última Función”- me quejo.
Vuelvo al selector de canales, pero algo se rompe y me quedo con la perilla en la mano. Susana frunce el ceño.
-Pendejo manos de hacha, ¿qué hiciste?- grita.
-Yo no la rompí, estaba rota de antes.
-El viejo te va a matar.
-Podemos arreglarlo- se ofrece Emilio.
Emilio se acerca, toma la perilla plástica y trata de acomodarla en su sitio. Manipula el selector de canales, pero en la pantalla el sacerdote continúa su programa, muy entusiasmado.
- "San Lucas 8, versículo 16 al 18: Nada oculto que no haya de ser manifestado. Nadie que enciende una luz la cubre con una vasija, ni la pone debajo de la cama, sino que la pone en un candelero para que los que entran vean la luz. Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado, ni escondido que no haya de ser conocido y de salir a la luz".
Emilio mueve la perilla del selector de canales. Lo hace con extrema precisión. El sacerdote levanta la mirada de la lectura y observa a la cámara. Luego de una breve nieve televisiva, el canal se cambia a otra estación. Es el canal 5. Emilio observa, impávido, de pie ante el televisor.
En la pantalla de 14 pulgadas del televisor en blanco y negro, una rubia platinada desciende por unas amplias escaleras. A su alrededor todo es majestuoso. Muchos años después, luego de ver de nuevo la misma película en una mala copia en VHS, descubriría que además de majestuoso, todo es rojo. Pese a la pobre transmisión de canal 5, todos los colores se ven asombrosamente brillantes, incluso en blanco y negro.
-Es Kim Novak- dice Emilio Ovalle.
Susana me mira, orgullosa por el nivel intelectual de su nueva conquista.
-No he visto esa película- fue lo único que atiné a decir- ¿esta es antes o después de Psicosis?- pregunto.
-Después- aclara Emilio Ovalle acercándose a la pantalla del televisor, como atraído por una fuerza extrema y superior.
- Super vieja. ¿Quién es esa galla? – pregunta Susana.
Ni Emilio ni yo respondemos. Susana insiste:
-¿De qué se trata la película? – pregunta.
-No sé- responde Emilio, con sin cierta frustración- Nunca la he visto… Pero he leído mucho sobre ella. La dirige Robert Aldrich, el de Los doce del patíbulo.
-¿Robert Aldrich?- pregunto, interesado.
-También hizo ¿Qué pasó con Baby Jane?- me explica Emilio Ovalle-, con Bette Davis y Joan Craword.
-¿Cómo se llama esta película?
Emilio Ovalle se queda inmóvil, con los ojos muy abiertos. Aunque no lo conozco en lo más mínimo puedo adivinar que en su cabeza se activa un sistema complejo, un mecanismo donde están guardados títulos, años, nombres y géneros cinematográficos. Mi pregunta es un verdadero desafío a su sistema.
-No me acuerdo.
La película se llamaba La leyenda de Lylah Claire.
Pasé dos semanas bajo un estado de obsesión perpetua. Me costó muchísimo llegar a la verdad. Al inicio de mi búsqueda sólo manejaba dos datos, dos nombres: Kim Novak y Robert Aldrich. El gordo Oñate me dijo que su mamá tenía unas revistas Ecrán guardadas en la casa. Pasé varias tardes en la casa del gordo Oñate, pero además de tomar litros de leche chocolatada y un par de datos ni remotamente cercanos a la película, no conseguí nada más. Sacrifiqué varias horas de tiempo libre, que debería haber dedicado a estudiar Historia de Chile, por ejemplo, asignatura donde no me destaco particularmente como buen alumno, encerrado en un helado salón de la Biblioteca Nacional. Llené medio cuaderno de Biología con datos, conexiones y detalles intrascendentes, como, por ejemplo, cuántos años tenía Kim Novak al momento de filmar Vértigo o qué películas dirigió el famoso Robert Aldrich antes de trabajar con Kim Novak. Ni siquiera sabía cómo se escribía Aldrich. ¿Aldrich, Aldresh o Haldrich?
Considerada como un rotundo fracaso comercial y de crítica al momento de su estreno, en 1968, La leyenda de Lylah Claire es un vehículo para el lucimiento de una alicaída Kim Novak en un rol doble: el de una actriz tipo Greta Garbo fallecida veinte años atrás y la actriz novata que debe interpretarla en una mega biografía producida por un hombre deschavetado. La cinta de Aldrich no sólo recibió críticas macabras en cada lugar donde fue estrenada, además sepultó más o menos definitivamente la carrera de Kim Novak, condenándola a un puñado de apariciones televisivas. Conocida como la respuesta a Marylin Monroe, la Novak jamás fue una actriz de carácter, aunque sus interpretaciones en Picnic, Vértigo y Servidumbre humana, basada en la novela de Somerset Maugham, hayan sido profusamente elogiadas.
(Largamente esperada por una legión de fanáticos de la película de culto homónima de 1968, dirigida por Robert Aldrich, este inexplicable remake no hace sino confirmar dos cosas: que el original ya era innecesario y que la sensibilidad del director Todd Haynes ha mutado de manera extraordinaria desde los tiempos de Safe y Velvet goldmine, dos obras maestras del cine de la década del 90. Una avejentada Kim Basinger, a años luz de su Oscar por la recordada actuación de Los angeles al desnudo, probablemente lo único recordable de su carrera, interpreta a la Lylah del título, una actriz muerta en misteriosas circunstancias, y también a otra actriz joven que debe interpretarla en su biografía. Visualmente, la película es irreprochable incluso cuando la imaginería de Haynes llega a límites empalagosos, como en los interminables flashbacks que filma como si fueran una añeja publicidad de jabón LUX. Conocida es la fascinación del cineasta por épocas pretéritas, en especial los 50, década que le sirvió para homenajear a Douglas Sirk y filmar una de sus películas más maduras, Lejos del cielo (Far from heaven). Sin embargo, en esta oportunidad, las obsesiones del director traicionan, primero, la verosimilitud y el estilo del relato, y luego, la paciencia del espectador poco preparado para un melodrama camp, bizarro y desigual. Un improbable Sunset boulevard en clave glam. LA LEYENDA DE LYLAH CLAIRE (The legend of Lylah Claire) Dirigida por Todd Haynes. Con Kim Basinger, Mark Ruffalo, Jennifer Jason Leigh y Anthony Hopkins. DECEPCIONANTE).
Mientras alucinaba con Lylah Claire, Kim Novak y otras películas dirigidas por Robert Aldrich, el tórrido romance entre Emilio Ovalle y mi hermana se hizo más o menos oficial. Cada dos o tres días, Susana se encerraba por un par de horas en el baño de la casa. Aparecía con su habitual exceso de maquillaje y unos aros colgantes, lista para correr a la plaza cercana a la villa y encontrarse con su amor. Otras veces, cuando mi madre se acostaba temprano y mi padre tenía sus reuniones de apoderados, Emilio Ovalle llegaba a la casa con unas cervezas y cigarrillos, listo para ver cualquier cosa por televisión. Susana se había enamorado completamente de él.
Durante dos meses vimos dieciocho películas. En Super Premiere Universal nos encontramos con Fin de semana sangriento (Death weekend), con Brenda Vaccaro, de terror, sobre un grupo de delincuentes que asalta una casa junto a un lago . La película estaba muy cortada, pero la disfrutamos los tres. Susana terminó encerrada en el baño, con ataque de nervios. En Canal 13, algunos días después, vimos Aeropuerto 77, también con Brenda Vaccaro. Emilio y yo llegamos a la conclusión de que los dos estábamos enamorados de Brenda Vaccaro. Susana la encontraba fea.
Un mal día, o mejor dicho, una mala noche, Canal 13 decidió exhibir Rocky, la película de 1976 protagonizada por Sylvester Stallone y dirigida por un tal John Avildsen. Emilio ya la había visto en el cine, pero Susana armó una estrategia infalible para sacar a mis padres de la casa y organizar una función. En el almacén de doña Yulisa compró una botella de pisco, una Coca-cola y dos cajetillas de cigarros. Habló con la Meche Chica, una amiga suya del 22C, para convidarla al festejo y se preocupó de obligar a su mamá, la Meche Grande, de que invitara a mi madre a comer papas rellenas.
A las nueve en punto, justo cuando estaban comenzando las noticias, la Meche Chica llegó con una fuente de papas rellenas de regalo. Mi madre se despidió con una sonrisa en los labios y bajó a la casa de la vecina.
-¿Cómo es el chiquillo?
-Churro. Ya lo vas a conocer. ¿Sí o no que es estupendo, Baltazar?
No respondo. La Meche Chica enciende el horno para calentar las papas rellenas. Falta media hora para que empiece Rocky cuando suena el timbre. Emilio aparece con otra botella de pisco y, según sus propias palabras, un regalo para amenizar la jornada. Imagino una torta o una caja de bombones.
-Te quedas bien callado, pendejo, ni una palabra a nadie- me ordena Susana mientras abre un paquete. Emilio la observa, divertido, mientras saca un pequeño pedazo de papel de su bolsillo.
Es la primera vez que fumo. Antes había probado los cigarrillos, jamás la marihuana. Cuando comienza la película estoy sumergido en un sueño.
La cámara desciende sobre nosotros. Estoy sentado en el suelo. En el único sillón frente al televisor están la Meche Chica, Susana y Emilio. Sylvester Stallone ocupa las 14 pulgadas del televisor. Emilio observa la pantalla con aire ausente, sonriendo en los momentos más dramáticos de la vida Rocky y apenas acariciando suavemente el muslo desnudo de mi hermana, cubierto sólo por la transparente tela de su falda. La Meche Chica se queda dormida a la media hora de película y apoya sus pies descalzos sobre mi cuello. A la Meche Chica le gusta toquetearme cuando puede, me imagino que por expresa petición de mi hermana. Debo destacar que no me gusta en lo más mínimo nada de la Meche Chica ni de ninguna otra mujer que no sea Cybill Sheperd o Brenda Vaccaro.
Antes del final de Rocky, Susana se levanta del sillón y corre hacia el baño. Emilio Ovalle la sigue, pero ella toma de un brazo a la Meche Chica y la empuja hacia el interior. La puerta se cierra. Susana grita que no nos preocupemos por ella. Un minuto después escuchamos sus arcadas.
Emilio Ovalle y yo nos quedamos mirando el desenlace de Rocky. A ninguno de los dos nos gusta demasiado y cuando por fin se acaba nos enfrascamos en una feroz discusión sobre cómo se hacen estas películas en Hollywood. Emilio Ovalle se queja de que se ha perdido el cine de los setenta, los autores, los géneros, los riesgos. Por la codicia de los grandes estudios ya no existen nuevas generaciones en el cine americano. Por cada Fitzcarraldo hay que soportar cien Rocky o Gandhi. ¿A quién le importa la historia de un boxeador ítalo-americano? ¿Chabrol, Truffaut, Godard, alguno de la Nouvelle Vague hubiera dirigido algo así? ¿Quién es John G. Avildsen?
-John G. Avildsen se ganó un Oscar como Mejor Director por Rocky- le informo.
Emilio Ovalle sonríe, se bebe al seco los restos de su cuarta piscola y me dice que dejemos a las mujeres solas. Luego de acostar a Susana en su cama y de acompañar a la Meche Chica a la puerta de su casa, Emilio Ovalle y yo nos subimos a su auto, un Volkswagen escarabajo verde oscuro. Huele a marihuana y en el suelo hay libros y cuadernos. Dice que estudia publicidad, pero que ha decidido congelar la carrera por un año para irse de viaje. Apenas cumpla los dieciocho planea tener una larga conversación con su madre hasta convencerla de que divida en doce meses su porcentaje de la herencia de su padre para pagar sus estudios en el extranjero. Le gustaría irse a Nueva York, por Taxi driver, o a París, por Jean Seberg en Sin aliento. El problema es que Emilio Ovalle no habla inglés ni francés, aunque sabe decir correctamente el nombre de algunas películas, como Alice doesn’t live here anymore o A bout de souffle. Hasta ese momento, yo no he visto ninguna de las dos y eso me arruina el resto de la noche. A pesar de haber dedicado dos tercios de mi vida a las películas, Emilio Ovalle me hace sentir ignorante. Y, lo que es peor, pendejo. Si fuera mayor que yo quizás no me importaría, pero la situación es aún más grave al considerar que tenemos prácticamente la misma edad.
-El viernes estrenan Martes 13 Capítulo final – me informa mientras tomamos cervezas en un bar de Vicuña Mackenna.
Me quedo callado. Maldigo mi vida.
-¿Viste la primera?- me pregunta.
-No he visto ninguna.
Emilio Ovalle se limpia la comisura de los labios con una servilleta, deja su jarra de cerveza y me congela con la mirada. Se pierde por un rato en alguna parte de mi rostro, como esperando una respuesta o una explicación. Durante el resto de nuestras vidas esta mirada se repetirá una y otra vez, idéntica, indeleble al paso del tiempo, las distancias y la violencia.
-¿Me estás hueveando? ¿No has visto ninguna Martes 13?
-No.
-Son todas parecidas, pero deberías haber visto la primera, por lo menos.
-No pude.
-¿Por qué no?
-Son para mayores de 21.
-¿Y qué importa?
-No me dejan entrar.
-Tienes cara de guagua, pero déjate barba hasta el viernes y tratamos de entrar al Astor.
No sé cómo explicarle a Emilio Ovalle que ocho días no son suficientes. Faltan por lo menos un par de años para darme un lujo como una barba y así poder engañar al sistema. Imagino la cara del boletero del cine, la misma cara que he visto tantas veces en tantos cines distintos del centro. Muéstrame tu carnet de identidad. La película es estrictamente para mayores de 21. Los afiches brillan en las marquesinas. No te puedo dejar entrar, mira, aquí dice clarito. Sólo mayores de 21. Desde el interior de la sala a la que no entraré se escucha la obertura musical de El mundo al instante. Imposible, ¿no ves que los inspectores del Consejo se pueden aparecer en cualquier momento? Ya me pasaron una multa la otra vez por la misma tontera.
En mi desgracia de cinéfilo precoz ya hay dos grandes enemigos. Uno es mi metabolismo tardío, que me ha privado de vellos y rasgos de adolescente. El otro es el maldito Consejo de Calificación Cinematográfica o, a partir de ahora, CCC, y que me ha privado de ver un centenar de películas. El CCC es un organismo de la dictadura compuesto por un grupo de ancianos y ancianas entre los que se cuentan miembros de distintos círculos públicos y privados, lo que en términos prácticos se resume a un montón de viejos momios y con olor a naftalina dedicados a calificar películas que jamás verán. Entre sus reuniones siempre hay un cura y un militar. Toda esta información la obtuve gracias a mi hermano Fernando, el único comprometido políticamente de la familia.
-¿Tu hermano es comunacho?- me interroga Emilio.
-No sé- respondo- un poco.
-Me cargan los comunachos. Lo único que saben hacer es quejarse, matar gente y comerse guaguas.
-Que yo sepa mi hermano nunca ha matado a nadie.
El viernes siguiente, Susana y yo estamos a las tres en punto en la esquina de Alameda con Santa Rosa. Nos juntamos después del liceo para comer algo en el Café Colonia y después encontrarnos con Emilio, que tenía como misión sacar tres entradas para el rotativo en el cine Astor de Martes 13: Capítulo final (Friday the 13th: The final chapter). Susana fuma sin parar. Está completamente enamorada. El romance con Emilio lleva sólo un mes pero ella dice que se siente distinta, más madura, totalmente preparada para asumir un compromiso. Razones le sobran para estar contenta. Emilio Ovalle es simpático, me dice, con un completo rebosante de mayonesa en la mano, inteligente, culto, pero por sobre todas las cosas lo que más le llama la atención a Susana es su educación. Se nota que estudió en colegio particular. Es un caballero por donde lo miren. Tan distinto a los otros atorrantes con los que salía antes de conocerlo. Es tal su caballerosidad que a veces a Susana le gustaría hablar con él y pedirle que no la cuide tanto, que no la trate tan bien, que no se despida sólo con un besito en la boca, sino con algo más, un toqueteo, una caricia, una mano en la cintura. Está tan acostumbrada a las patadas, los combos y los manoseos de los rotos mugrientos que ha conocido que, claro, sin aviso aparece en su vida un hombre de verdad, un príncipe de cuento infantil que la protege como nadie nunca la había protegido, que la atiende como a Cleopatra, que la convida a salir y le compra cigarros y le paga la cuenta de las fuentes de soda, entonces ella se caga de susto porque cree que le están metiendo el dedo en la boca.
-El Emilio te quiere- le digo.
-¿Y tú cómo sabes?- se altera- ¿Te dijo algo?
-No me dijo nada, pero se le nota. Te quiere, Susi. Con esas medias tetas, ¿cómo no te va a querer?
-Y eso que apenas las ha tocado, el huevón- sonríe ella mientras se acomoda el sostén.
Nos reímos. Observo a Susana por un momento. No hace falta preguntarle. Con una mirada obtengo una respuesta a lo que quiero saber. Susana confiesa que hasta para eso, el sexo, Emilio Ovalle es un perfecto caballero. Durante el último mes no han tenido muchas oportunidades de estar solos porque Emilio vive con su mamá y ella, bueno, ella tiene que armar sus estrategias cada vez que quiere invitar a alguien a la casa. Han estado juntos en el sillón, en el Volkswagen y en la plaza cercana a la villa, pero todavía no se ha concretado ninguna de las fantasías que mi hermana tiene en mente. La última vez, la del Volkswagen, ella le bajó los pantalones hasta las rodillas y lo tocó por encima del calzoncillo.
-No me cuentes más- le ordeno.
-¿Por qué no? Eres mi hermano, eres hombre y ya estás grande para entender algunas cosas.
Susana continúa. La cámara que registra su monólogo se aleja en lento zoom back entre las mesas del Colonia. Su voz inunda el salón bajo el sol de las cinco de la tarde. Pronto volveremos a estas imágenes.
Llegamos al cine cinco minutos antes del final de la función anterior. Susana quiere entrar, pero Emilio Ovalle se lo prohíbe: no podemos ver el final primero y después el comienzo, no por lo menos en una película de terror. Susana lo besa ansiosamente junto a un afiche de Rock de sangre. Tiemblo. Estoy seguro que, pese a haberme puesto mi ropa más adulta en el baño del liceo, todavía sigo viéndome como como lo que soy, un torpe pendejo con problemas de inseguridad aún incapacitado para hacer lo que se le dé la gana porque su cara es la de un preadolescente.
-Sus entradas, por favor- nos detiene el boletero del Astor.
Emilio Ovalle me mira de reojo y, en un solo gesto, me pide que tenga calma, que no me mueva, que no diga ni haga absolutamente nada.
-¿A qué hora es la última función?- le pregunta al boletero.
-Como a las siete y media empieza.
-¿Y esa es la última?
-No, todavía nos queda la última, que parte como un cuarto para las diez y termina a las once y media justas.
El boletero corta nuestros tickets. Susana avanza hacia la sala, veo sus botas negras taconeando frente a mí, Emilio Ovalle me empuja suavemente con la mano, doy un paso, doy otro y en ese instante veo el brazo del boletero que me interrumpe el paso.
-Su carnet, joven. La película es para mayores de 21.